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Diario del Estado de Alarma (Día 45): ‘Abuelos ya no nos quedan’

Análisis de la situación nacional y de la Tauromaquia



Miré por la ventana y allí donde todos los días jugaban al mus tres urracas y seis palomas tomaban el sol, había niños con sus padres, niños con sus bicis, sus patines, niños con sus cosas de niños, sus voces, sus gritos, sus golpetazos contra la acera. Estaban aprendiendo de nuevo a montar en bici. Es fácil. Los niños llevan en el ADN un pedal de una bici. Justo hasta que le damos su primer teléfono son niños. Ahí el niño mata al niño. Luego pasan a ser esos seres que acompañan a un teclado en esa soledad sin pedales ni sol que se llama global comunicación. Pienso si al público de toros le tocará un día, temprano, aprender de nuevo a montar en bici. Aprender de nuevo a ser aficionado en este mundo nuevo. Creo que llevamos en el ADN. Ser de los toros. Y ser un niño.

En cada aficionado a los toros, sospecho y tengo la esperanza, hay un niño reaprendiendo a ser aficionado. Somos esos niños que nos hacen ir al asfalto para heridas y quemaduras y siempre volvemos al pedal. A nosotros un día, en muchos lugares, nos quitaron a los niños. Robaron a los niños de las plazas de toros porque el toreo les dañaba la mente. Porque nuestra violencia les dañaba irremediablemente para el futuro. Somos, amigos y amigas, potencialmente dañinos para nuestros propios hijos por ser aficionados a los toros. Es más, en casa desayunamos niños revueltos con pedales y huevos. Los ponemos de cara a la pared. Somos el coco de todos los cuentos, el ogro, el lobo feroz.

‘En la calle hay algo que falta. Una pieza al puzzle de esta anormal normalidad. No sé qué es hasta que me doy cuenta: no hay abuelos ni abuelas. No los hay. Miren bien y no los hay. Nietos al lado de sus abuelos, es decir, niños con niños. Generación con generación, huesos de mil batallas al lado de huesos preparándose para ellas’

Por la ventana presencié un caos con sus normas, como es el toreo: la anarquía del orden o la lógica frente a la anarquía del animal. Los gritos y caídas, los ruidos de las ruedas de los patines estaban controlados por mascarillas y guantes. Las familias se paraban a varios metros unas de otras. Vivo en una zona de Madrid donde hay pasto, verde, espacio. Me imagino que en espacios reducidos del centro las proximidades serán otras menos aconsejables. Pero si hay permiso de salir, a ver quién no sale. Cuidado con la frase: permiso para salir a la calle. Nunca dejen de pensar en las frases y sus contenidos, no sea que se las lleve el viento. No olviden pensar que viene el lobo. Y nosotros no somos.

En la calle hay algo que falta. Una pieza al puzzle de esta anormal normalidad. No sé qué es hasta que me doy cuenta: no hay abuelos ni abuelas. No los hay. Miren bien y no los hay. Nietos al lado de sus abuelos, es decir, niños con niños. Generación con generación, huesos de mil batallas al lado de huesos preparándose para ellas. No hay abuelos en las salidas de los nietos. Pero qué más da. Es sólo una estupidez más de mi mente.

En un pueblo de Cáceres, cerca de donde pastan los niños y adultos cárdenos de Adolfo Martín hay 17 niños en total. Tocan a muchas hectáreas para cada uno en su espacio de seguridad. Serían incapaces de caminarla cientos de veces. Son niños de lo rural, potenciales fachas, potenciales emigrantes. Los futuros fachas tienen espacio, horizontes, árboles no verticales. Es lo que tiene ser embrión de facha rural. Mientras, en el centro de Madrid progresista, los niños hijos del progreso global tocan a unos metros miserables por cabeza. Recién salidos de unas casas sin ventanas al exterior (el 20 por ciento de las viviendas de Madrid son interiores). Y ahora, Simón (esas cejas no se llevan ya ni en los almanaques, hombre), diles que no salgan a competir, familia con familia, niño contra niño, por su espacio vital de dos metros cuadrados de asfalto que les toca en la ciudad del progreso. Mejor en casa, claro, mirando por la ventana a las ventanas interiores de otras casas que dan al interior para las que el sol es eso que había allí arriba pero que no se ve.

Eso era y es el progreso. Que las gentes del interior de los interiores sin una sola ventana o tragaluz por donde ver la calle, metan a la mascota, logren un pin de igualdad de género, un póster de color morado, un botellón, un salario mínimo y un abuelo que no puede ser abuelo. Olé. Y resulta que nosotros somos el lobo feroz del cuento del progreso. Ellos Caperucita. Me cayó malamente siempre Caperucita y he sentido siempre un afecto primigenio y hasta primitivo por el lobo. El lobo es mucho lobo. Caperucita es una Montero pasada por un programa de centrifugado de inteligencia. Pero he de tener cuidado. ¿Acaso pueden monitorizar el pedaleo de una bici? En cualquier caso, es la estática. Todos los días mando a Induráin a los albañiles.

¿Cómo hemos dejado que el progreso y sus ideólogos nos hayan robado a nuestros hijos? ¿Quién le da potestad a la norma para decidir si pierden, quieren o les es indiferente acudir a una plaza de toros con el padre o la madre? ¿Qué autoridad terrenal o divina, civil o militar ha de decirnos cómo educarlos y dónde, qué afectos les ponemos, que visión del mundo y de la sociedad les presentamos? ¿Cómo un día no cogimos esa norma y la mandamos, literal y llanamente a tomar por el culo? ¿Qué país era éste, no tan lejano, sano, progresista y lúcido cuando el nieto iba a los toros de la mano del abuelo? Pero, vaya. Abuelos ya no nos quedan.

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