CARTEL MALDITO DE POZOBLANCO

Pocas artes encierran tantas supersticiones y manías como el toreo. Los toreros se aferran a imágenes y símbolos buscando protección y suerte. Cristos, Vírgenes o símbolos más laicos, como simples ajos o monedas, han acompañado desde siempre a quienes se juegan la vida en la plaza. Aun así, muchas veces ni el más sagrado de los iconos ha podido terciar para salvar la vida del torero. Y en muchas de las ocasiones que el albero se ha teñido de sangre humana, algo extraño ha precedido al momento fatal. Algo que la gente del mundillo taurino ha tachado de inexplicable, de anómalo e incluso de maldito.
Dicen los entendidos que el torero nace, no se hace. En un arte tan antiguo, en el que el hombre se juega la vida frente a una bestia, la buena o la mala suerte, la fe y la superstición desempeñan papeles decisivos, tan importantes como la destreza del matador.
El fervor es tal que desde siempre las estampas e imágenes religiosas han acompañado al matador, incluso en el trascurso de la corrida, convirtiendose en un instrumento mas para hacer frente al toro
El mundo del toro ha estado desde sus inicios unido a la más profunda tradición gitana, muy dada al ocultismo, la brujería y los presagios. Tanto es así que todos los diestros siguen un estricto ritual antes de enfrentarse al toro. Muchos se visten de luces en soledad o siempre acompañados de las mismas personas de confianza por temor a que alguien ajeno traiga mal fario. Todas las plazas tienen su capilla, en la que los maestros se encomiendan a Vírgenes y santos buscando protección contra las astas del animal. El fervor es tal que desde siempre las estampas e imágenes religiosas han acompañado al matador, incluso en el transcurso de la corrida, convirtiéndose en un instrumento más para hacer frente al toro. Debajo de la montera, cosidas al capote, bajo el traje o colgadas del cuello, las imágenes religiosas forman parte de la fiesta.



Tal es el grado de creencia en esos otros factores que, tras una cogida o una mala tarde, hay cosas que ya no vuelven a ser iguales. Los trajes se destierran, se cambia de hotel, de coche, no se vuelve a esa plaza... Algunos toreros han llegado a excluir de su entorno a personas consideradas gafe. Otros han dejado de usar determinados colores por creer que les traían mala suerte o han adoptado nuevos amuletos protectores.
Lo cierto es que siempre se ha visto al torero como alguien especial. Una persona con un valor y un coraje extraordinarios que se crece en la adversidad y llega a superar lesiones y heridas irreversibles para el resto de los mortales. Aun así, la historia taurina está escrita con sangre; la de aquellos que fueron empitonados por la comamenta asesina de ese enemigo y a la vez socio natural de todo torero: el toro. Muchas de las muertes han sido accidentes propios de la profesión. Otras, en cambio, están envueltas en las espesas neblinas de las maldiciones y las leyendas negras.
Figuras como Manolete, Ignacio Sánchez Mejías, Manuel Granero, El Gallo, Luis Miguel Dominguín o Joselito han alimentado mitos creados en torno al bello y controvertido arte del toreo.


EL CARTEL MALDITO
De todas las leyendas surgidas en torno al mundo del toro hay una que destaca por su crudeza. Paradójicamente es la más reciente de todas y también la que más desgracias ha dejado. Todo empezó el 26 de septiembre de 1984 en un pueblo cordobés llamado Pozoblanco. Tres diestros componían uno de los mejores carteles posibles en aquel momento: Francisco Rivera, Paquirri José Cubero, Yiyo; y Vicente Ruiz, El Soro. Sin saberlo, aquellos tres hombres iban a protagonizar una de las leyendas negras del mundo taurino.



La cogida de Paquirri su posterior agonia en las entrañas de la plaza de pozoblanco fueron recogidas por las camaras de television y transmitidas al mundo entero.
Quien abrió la veda de desdichas y muertes fue el más afamado de todos, Paquirri. El veterano diestro ya había burlado la muerte el mismo día de su alternativa como torero, 18 años antes, con la Monumental de Barcelona como escenario. En aquella ocasión la pericia y serenidad de los médicos salvaron la vida del diestro, aunque pudo ver de cerca el carísimo precio que podía llegar a pagar por cumplir su sueño de ser torero.
Años después, en Pozoblanco, ni su experiencia ni la suerte sirvieron para esquivar el afilado pitón de su segundo toro de la tarde, Avispado. Iba a ser la última corrida del diestro de Zahara de los Atunes antes de comenzar una gira por América. Lo que no sabía es que iba ser la última de su vida.


Paquirri acudió a ese rincón de Córdoba con 50 corridas a sus espaldas para hacer frente a toros de la ganadería de Victoriano Sayalero y Juan Luis Bandrés. Al primer toro del lote el diestro le cortó una oreja. Con el segundo no hubo tanta suerte. Cuando iba a dar comienzo el tercio de varas y el torero empleaba el capote para conducir al animal a la vera del picador, el toro sorprendió con un violentísimo embiste. Su afilado pitón fue a parar a la entrepierna del diestro, que fue levantado y zarandeado con virulencia. La mala fortuna quiso que la cogida tuviera lugar lejos del burladero, con lo que los miembros de su cuadrilla tuvieron que dar la vuelta al ruedo cargando con el cuerpo del diestro. En ese lapso Paquirri llegó a perder cerca de un litro y medio de sangre.
El torero fue trasladado a la enfermería de la plaza. La puerta estaba cerrada y, en medio del nerviosismo generalizado, nadie daba con las llaves. Finalmente se forzó y se accedió a la fría sala en la que Paquirri iba a ser atendido. La primera medida fue practicarle un torniquete. A continuación se comprobó su grupo sanguíneo para realizarle una transfusión, pese a que el valiente diestro tranquilizó a los asistentes mostrando que se encontraba fuerte.
La situación no tenía visos de mejorar y, tras varias consultas telefónicas, fue el cirujano jefe de la Maestranza de Sevilla, el doctor Ramón Vila, quien aconsejó un traslado inmediato a Córdoba para que él en persona atendiera al herido.
La angustiosa comitiva partió de Pozoblanco camino de la capital, confiada en que el matador lidiase con éxito su lucha contra la muerte. En aquella ambulancia, acompañando al torero, iban uno de sus mozos de espadas y el anestesista, seguidos en otro vehículo por el hermano de Paquirri y su apoderado.
Dos anos antes, paquirri habia dicho unas inquietantes y premonitorias palabras: "Siento que entre (estos toros) se esconde el que me va a matar". Ese dia las reses tambien eran de Sayalero y Bandrés
El corazón de Francisco Rivera dejó de latir a siete kilómetros del hospital. Fue reanimado, pero no aguantó un segundo envite y falleció casi a las puertas del centro sanitario. La cogida de Paquirri y su posterior agonía en las entrañas de la plaza de Pozoblanco fueron recogidas por las cámaras de televisión y transmitidas al mundo entero, en lo que supuso uno de los documentos más impactantes jamás vistos en la pequeña pantalla.
Cuentan que dos años antes de la fatídica tarde, en las horas previas a una corrida que el diestro gaditano iba a ofrecer en El Puerto de Santa María, Francisco Rivera dijo unas inquietantes y premonitorias palabras: “Si cuando lleguemos a El Puerto sigue soplando este huracán, haré que se suspenda la corrida. Siento que entre los toros que hoy toreo se esconde el que me va a matar. Este toro pasta ya con ellos”. Curiosamente ese día las reses eran de Sayalero y Bandrés.
EL DESTINO ESTABA ESCRITO
La segunda víctima del cartel maldito fue José Cubero, Yiyo. El madrileño era una de las figuras de la época, pero había quedado marcado al ver in situ la cogida mortal de su compañero. El 30 de agosto de 1985, casi un año después de la desgracia de Paquirri en Pozoblanco, Yiyo fue embestido por el toro Burlero en Colmenar Viejo (Madrid). El diestro había sustituido a última hora a Curro Romero, y la violenta cogida puso fin a su vida en la cúspide de su carrera como matador de toros.
La macabra historia del cartel maldito de Pozoblanco ha dejado marcado para siempre al mundo taurino, como hace el hierro candente de una ganaderia sobre la negra piel del toro
Tras la muerte de José Cubero la gente del mundillo, siempre supersticiosa, comenzó a hablar del cartel maldito. En los mentideros taurinos bullían comentarios acerca de la repentina muerte de dos de los suyos en menos de un año y se hacían especulaciones buscando las causas de tal desgracia: mal de ojo, algún gafe o simple y cruda
casualidad. Lo cierto es que las miradas de la tauromaquia estaban puestas en el tercer nombre que completaba el sangriento cartel de Pozoblanco: Vicente Ruiz, El Soro. El joven torero sentía cómo la morbosa y sagaz lupa de la afición se posaba sobre él esperando que una imponente cornamenta le arrancase la existencia de cuajo. El Soro no murió, pero una estrepitosa caída saltando las tablas tras poner un par de banderillas le dejó cojo y supuso su retirada del toreo.
MAS DESGRACIAS
Aquella funesta tarde de septiembre en Pozoblanco no sólo marcó el destino de los tres toreros. Juan Luis Bandrés, uno de los ganaderos, fue asesinado en 1988 por un antiguo empleado. Por su parte, el cámara que grabó las imágenes de Paquirrí murió sin ver cumplido su sueño de tener un contrato fijo en Televisión Española. Antonio Salmoral, corresponsal en Córdoba de la cadena, pese a haber filmado algunas de las imágenes más desgarradoras de la historia de la televisión en nuestro país, inexplicablemente no fue recompensado por ello.

Por alguna desconocida y extraña razón, aquel día de 1984 se encendió la mecha de la muerte y la desgracia. La macabra historia del cartel maldito de Pozoblanco ha dejado marcado para siempre al mundo taurino, como hace el hierro candente de una ganadería sobre la negra piel del toro.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Carretera, manta y miedos (Reportaje)

ESPECIAL GANADERIAS (El estoque)