Los hermanos Rivera le mojan la oreja a El Juli

La Mestranza despide con una cariñosa oreja a Rivera Ordóñez ante el mejor toro de una escalera de Daniel Ruiz; Cayetano se lleva otro trofeo en su mejor versión,



Cuando Rivera Ordóñez emprendió su último paseíllo en el ruedo que le vio nacer como matador de toros hace 22 años, no imaginaba que Sevilla no le regalaría una ovación de despedida. Exactamente igual sucedió en su reaparición en 2015. La relación de cariño de los años iniciáticos se quedó por el camino. Como en aquellas temporadas de empuje, Rivera se fue a portagayola, libró la larga cambiada y lanceó sin los ecos de entonces. El toro de Daniel Ruiz andaba tan corto por dentro como por fuera. Su abierta cara no tapaba todo lo demás. La ramplona inocencia sin fuelle que atesoraba permitía estar y no molestar. RO banderilleó fácil -incluso en el par más expuesto por los adentros- y muleteó a la altura de la ramplonería existente. Como atacó con fe la estocada, lo sacaron al tercio unas cuantas almas caritativas.
El sentido de la caridad se extendió por la plaza a la muerte del hechurado y muy buen cuarto. Como si hubiera cambiado el viento. La efectividad de la estocada desprendida de notable ejecución contenía algún elixir lisérgico para que la Maestranza se entregara a la petición de la oreja. Que se concedió para premiar una faena correcta en la que Rivera corrió con largura la mano derecha como es y como sabe. El peso de la añoranza terminó por imponerse. O algo así. Un trofeo como recuerdo de despedida.
El Juli todo lo hizo a favor de un zancudo y estrecho toro de Daniel Ruiz. Lo mimó con el capote y apenas lo sangró en el caballo. La media verónica del quite por chicuelinas le echó un pulso en templanza a la del saludo. Todos los cuidos no evitaron que el daniel se rajase según concluía el tercio de banderillas. A los terrenos de chiqueros acudió Julián López para sacárselo a los medios y desaquerenciarlo. La tarea de que no se escapase de la muleta constituyó el objetivo prioritario de la faena. Sobre la mano derecha, y a base de dejársela en la cara y por abajo, Juli conseguía ligar la embestida. Las ganas de irse del daniel albaceteño incrementaron en la intentona al natural. La cosa del vente y quédate continuó hasta el pinchazo hondo que casi valió como media estocada.
La emoción para que un toro no se fuera derivó en la emotividad para que el lavado y anovillado tercero no se cayera. Cayetano, que se había ido a portagayola, elevó su mano al sector más protestón. No se sabe con qué mensaje. Pero el torillo siguió de caída en caída perdiendo las manos. Así que el gesto se quedó en destemplada mueca. Un bajonazo concluyó el paripé.
La corrida de Daniel Ruiz se había dignificado mínimamente con la presencia del cuarto. El quinto siguió esa tónica y también subía con su oronda bastedad montada. De la componenda de cada toro de su padre y de su madre para el supuesto acontecimiento de la despedida sevillana de Rivera Ordóñez no escapaba inmune El Juli. Que como figura máxima algo tendría que decir. Y penó finalmente por ello con la tosca embestida del ejemplar de la ganadería amiga, que ni descolgaba ni se entregaba. Aún menos a izquierdas, protestón y sin pasar. Juli no insistió mucho más.
Para colmo de Julián, Cayetano también le cortó una oreja al sexto. Con lo que se podría decir que los hermanos Rivera se la mojaron a El Juli. Cayetano se desató con el último de la escalera, que por longitud de pitón se camuflaba. Se descalzó y, como en aquella tarde lejana en Madrid, tiró la montera para provocar la embestida. La larga afarolada tan de don Antonio Ordóñez prologó el quite con el capote a la espalda. Ceñidas las gaoneras y fuertes los oles. El brindis a su hermano subió de decibelios la emotividad. Como el principio de faena con las dos rodillas por tierra. Valiente y descarado el arranque, que incluyó un cambio de mano que conectó con los tendidos como un calambre. Ya en los medios y con la embestida bondadosa y humillada, Cayetano Rivera se relajó en redondo. Como en los naturales que no duraron más porque el toro se rajó. El espadazo fue inapelable. En el mismo hoyo de las agujas se hundió el acero hasta los gavilanes. La Maestranza se desbocó con la pañolada. Nada que objetar al premio conquistado. Salvo que, probablemente, como todos los que se concedan desde la victorinada, haga más grande a Antonio Ferrera.



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